jueves, 25 de abril de 2013

¿Puro teatro?




El milenarismo invertido que acuñó la posmodernidad se ha amoldado a un reciclaje constante de los paradigmas artísticos y de las escuelas estéticas. Ya el siglo XX propugnó la sustitución de la pintura (al menos, de la figurativa) por la solución química de la fotografía. Y en la actualidad proliferan debates análogos y analógicos sobre el futuro del libro impreso frente a la pujanza del dispositivo digital, como si el cambio de soporte equivaliera a un nuevo Big Bang en la galaxia McLuhan. Algunos profetas mediáticos vaticinan que la visita ritual al museo será reemplazada en breve por la visita virtual: de hecho, los fondos pixelados de Google Art Project permiten acceder ―a un solo clic y sin el riesgo de sustracción de carteras― a las principales colecciones museísticas del orbe. Más frívolamente, podemos lamentar la pérdida de carnalidad erótica en los tiempos de Photoshop. E incluso solemos escuchar elegías por el fin del epistolario debido a la instantaneidad soluble del correo electrónico. En ese carnaval de las formas, ya parece superado el famoso debate que convertía al cinematógrafo en un Saturno destinado a devorar la representación teatral. Desde que unos obreros salieran de la fábrica Lumière y un tren entrara en la estación de La Ciotat, nada ha vuelto a ser lo mismo en lo tocante al arte de hacer comedias y de montar dramas. Sin embargo, al margen de adaptaciones y (per)versiones, el teatro y el cine se siguen quitando la palabra de la escena. Dos ejemplos recientes sirven para demostrar ese tráfico de influencias en formatos radicalmente distintos de esa paradoja que constituye el teatro filmado.

Desdramatizar el cine. Lo consigue Martin McDonagh en Siete psicópatas, como anteriormente lo había logrado en la espléndida Escondidos en Brujas. Aunque la tentación inmediata consiste en emparentar la obra del dramaturgo irlandés con los festines carnívoros de Tarantino, sus diálogos hilarantes, su compulsión metaficcional y su aprovechamiento de las atmósferas climáticas resultan más afines a un hombre de teatro que a un cinéfilo de raza. He aquí una película coral cuyos siete personajes en busca de autor dialogan ad nauseam sobre un previsible (y, al cabo, frustrado) tiroteo final, remedan arquetipos universales e inventan desenlaces hipotéticos para la trama y para sí mismos. Fábula sin corolario y thriller sin causa, Siete psicópatas encuentra su culminación catártica en el momento en el que el perro secuestrado por Sam Rockwell accede a tenderle la pata a su secuestrador. Pese a sus estridencias habituales y sus ocasionales exabruptos, McDonagh es lo más parecido a Beckett que el espectador puede hallar en la cartelera.


Dramatizar la novela. Lo intenta Tom Stoppard, ayudado del director Joe Wright, en la enésima adaptación cinematográfica de Ana Karenina. Aunque la novela de Tolstói sigue siendo tan esquiva a la traducción simultánea como siempre, hay que reconocer el interés de una propuesta que se arriesga a escenificar el drama de su protagonista mediante un complejo engranaje de telones, bastidores y andamios. Si bien el guion de Stoppard tiene el mérito de sustituir la vastedad narrativa por la levedad del montaje teatral, su adaptación no me hace olvidar la hazaña de Rosenkranz y Guildenstern han muerto. En esa admirable tragicomedia que gustó a todo el mundo, y que el propio Stoppard convirtió en una admirable película que no le gusta a casi nadie, dos eternos secundarios de Hamlet servían como pretexto para un juego de espejos donde de nuevo se reflejaba la alargada sombra de Beckett. Y es que, por más que se vista de celuloide, lo del cine es puro teatro.

 

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 25 de abril de 2013)

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