miércoles, 23 de enero de 2013

Ciclogénesis Armstrong


Ya saben cómo va esto. En la vida hay quienes se dedican a atesorar maillots amarillos y quienes nacen condenados a chupar rueda. El problema es que a veces los primeros también caen en desgracia (la dichosa metabolé aristotélica) y experimentan ese dolor de corazón ―con ocasional retortijón de conciencia― que los barrocos llamaban melancolía y que los psicoanalistas designan como crisis de los 40. Por suerte, cuando los paseos elíseos se tornan viacrucis de perfección, suele aparecer algún ángel de la guarda con promoción de lavado rápido de imagen (centrifugado gratis). En Estados Unidos, el ángel habitualmente se llama Oprah Winfrey. Lo de menos es que el héroe metabolizado diga diego donde antes dijera digo y afirme hoy lo que ayer no más negaba. No, lo curioso del asunto es que la confesión no puede asombrar a nadie porque todos lo sabíamos ya. No me refiero a los diligentes entes de la USADA ―a los que uno se imagina como agentes del FBI en velocípedo―, sino al común de los mortales, que nos barruntamos que el ciclismo de élite es cuestión de química más que de física. ¿Por qué convertir entonces un secreto a voces en una ceremonia necesitada de arúspice y purificación ritual? ¿Parece mentira la verdad no televisada? Puede que en todo este asunto haya intereses judiciales dignos de un novelón de Grisham. Pero, mientras las altas esferas deportivas se reúnen para dirimir si es humanamente posible y ontológicamente plausible ganar siete tours de un tirón, creo que deberíamos aprovechar la ocasión. Contratemos a la señora Winfrey, cueste lo que cueste. A ver si así, en prime time y con subtítulos, nuestros políticos se animan a contarle a Oprah esas cosas que nunca nos dijeron.


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