sábado, 27 de agosto de 2011

Los encuentros (Marta Azparren y José Luis Gómez Toré)

No es frecuente hallar, en la mesa revuelta de las novedades editoriales, libros capaces de convocar la sutileza verbal y la esmerada caligrafía plástica. Por eso, cuando así sucede, el encuentro se convierte en descubrimiento. Me pasó, no hace mucho, con Ashes to ashes, donde Ada Salas y Jesús Placencia se citaban a propósito de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot. Y me ha vuelto a suceder con este Claroscuro del bosque (Madrid, Amargord, 2011). Hay que advertir que el lector está ante un texto con paratexto. En la pequeña localidad alemana de Todtnauberg, Paul Celan y Martin Heidegger se encontraron en 1967. De aquel encuentro del que tan poco sabemos —pero del que tanto podemos suponer— nace este otro diálogo entre las ilustraciones de Marta Azparren y los poemas de José Luis Gómez Toré. Entre la tensón y la tensión, los autores intuyen que lo más importante de aquella conversación tuvieron que ser los silencios: el silencio estepario de Heidegger y el silencio enjuto de Celan. El metafórico “Mapa del desencuentro” que acompaña al libro incluye la cartografía hipotética de un acontecimiento del que ni siquiera nos queda el testimonio gráfico de una fotografía. Pero quizá mejor así. Porque Claroscuro del bosque no habría podido surgir de la imposición de la presencia, sino que exige esos abismos de sentido que alumbran la memoria del Holocausto mejor que cualquier palabrería. Así que no conviene hablar demasiado sobre Claroscuro del bosque. Es preferible perderse en sus senderos y andarse (a ratos) por sus ramas. Así lo resume Gómez Toré:

Mi corazón se parece al lenguaje.
Focos sobre la nieve y alambradas.


miércoles, 17 de agosto de 2011

Confesiones editoriales

Veo que en el retiro (anímico) y en el Retiro (madrileño) han instalado confesionarios portátiles para aliviar las urgencias espirituales de los peregrinos que han acudido en tropel llamados por la visita papal. No tengo ninguna objeción, ni de conciencia ni de ninguna otra índole. De hecho, solicitaría a las autoridades, eclesiásticas o terrenales, que estos confes posmodernos y molones se mantuviesen en sus cabales sitios hasta la próxima Feria del Libro. De este modo, además de cumplir su función mediadora entre cielo y tierra, podrían poner en contacto a los autores noveles con sus futuros editores, sin el nerviosismo del cara a cara y bajo la seguridad que otorga el secreto de confesión. Por si doy alguna idea, propongo un ejemplo dialógico meramente profano:
-Ave, Editor.
-Sin mácula publicando. Dime, hijo, ¿cuándo fue la última vez que diste tu obra a las prensas?
-Uf. A ver. Si no me falla la memoria, soy inédito.
-Bien, bien. ¿Y de qué proyectos te acusas?
-Pensaba escribir un poemario…
-Peccata minuta est.
-Con imágenes, en verso y todo eso. He leído a los poetas finiseculares (del diecinueve), a Quevedo y a Neruda.
-Veo que en el pecado llevas la penitencia. Ego te mando al Retiro. Ad paseare o ad reflexionare.
-Editor, Editor, ¿por qué me has abandonado?


sábado, 13 de agosto de 2011

Hombre y gato 2 (un epílogo pacato)

Era cuestión de tiempo, supongo. Esta mañana, mientras caminaba semioculto tras la hojarasca del periódico, he escuchado una voz que clamaba: “¡Señor, señor!”. Una vez descartada una plegaria a voz en cuello (para eso está Madrid), y después de haber comprobado que en unos metros a la redonda no había nadie que se pudiese atribuir mejor tal vocativo, he inferido que alguien me llamaba al anónimo modo. Y sí, mis 26 seguidores y algún curioso ocasional lo intuyen: se trataba del hombre que alimenta a los gatos. Después de meses fingiendo no verlo, pese a los boles repletos de catchow y a la proliferación incontrolada de la fauna gatuna, he sucumbido a su súplica. En un español macarrónico (él), en un inglés maltratado (yo) y en un maullido sostenido (ellos), hemos acordado de consuno abrir un hueco en la verja que circunda el solar donde aquellos seres pacen, o la acción que les corresponda. Allí, con la experiencia que da el conocimiento (o a la inversa), el hombre ha rescatado a un minino negro de unas dos pulgadas de diámetro, lo ha introducido metódicamente en una bolsa de Mercadona y lo ha depositado con sumo cuidado en la acera, junto a sus congéneres y un recipiente con leche. En una koiné improvisada, nos hemos agradecido recíprocamente tan gratificante tarea, y cada uno a lo suyo. Dos cosas me inquietan: la sospecha de haber vulnerado las ordenanzas relativas al vallado municipal y la certeza de que ya nada volverá a ser lo mismo entre el jubilado inglés, esos sucios felinos y yo.   

sábado, 6 de agosto de 2011

Pasar por el aro (hermano lobo, hermano león)

Los vimos por primera vez el verano pasado en Mar del Plata. Allí se conocían con el nostálgico y evocador nombre de “lobos de mar”. Hacinados en la dársena del puerto, como señores bigotudos y prejubilados, aquellos lobos marinos se alimentaban de los quiméricos despojos de barcos hundidos, vivían en régimen de media pensión en una roca convertida en piso-patera y despedían un hedor insalubre similar al de la quisquilla en descomposición. Y, sin embargo, con la seguridad que da compartir el mismo horizonte de expectativas con el resto de sus congéneres, aquellos lobos de mar parecían disfrutar de su retiro con una suerte de senequismo optimista. Hace días los vi de nuevo, ahora reciclados en reclamo turístico, y rebautizados con el infausto nombre de “leones marinos”. Su misión consistía en ofrecer cabriolas y volantines ante la atenta mirada de los prejubilados levantinos y de su prole. Aquellos leones eran, sin duda, lobos hipervitamínicos que obedecían a la voz de su amo y que recibían como preciado botín una sardina cruda y escamada. No despedían precisamente olor a santidad, pero distaban de conocer en toda su magnificencia el hedor corporal de sus homólogos transatlánticos. Incluso, en el colmo de la desnaturalización, existía la posibilidad (previo pago) de que su vástago o sobrino se montara a lomos de aquellos leones adocenados y se paseara cual centauro de agua dulce por los confines de la piscina habilitada al efecto. ¿Sabrán los lobos marinos de Mar del Plata que en Benidorm se come tan bien, a costa de pasar por el aro? ¿Intuirán los leones marinos de Benidorm que en Mar del Plata no serían objeto de atracción turística, sino meros habitantes contemplativos de la disgregación orgánica del mundo? Creo que esta fábula con animales tenía moraleja, pero ahora no caigo. 

viernes, 5 de agosto de 2011

Verano-ficción

Es lo que tienen las vacaciones y, especialmente, las de verano. Fingimos que el tiempo se detiene, pero en realidad sabemos que esa elasticidad cronológica no es más que una ficción o un simulacro. Puro Baudrillard, vamos. Por eso, aunque leamos el periódico en el hall del hotel o atisbemos fragmentos del telediario en la cafetería foránea, la vuelta a la rutina siempre nos sorprende un poco, como en aquella historia en la que un frailecillo se echó una cabezada de un siglo (año arriba, año abajo) a la sombra de un árbol. El verano comprime o expande a su arbitrio el torrente de imágenes que ahora invade nuestras retinas sin previo aviso: las escenas de la masacre de Oslo se mezclan con los asistentes al funeral de Amy Winehouse, y estos con los graznidos milenaristas del Tea Party, y aquellos con la noticia de que la soja no es tan buena como algún asiático falaz nos había hecho creer. Sí, las vacaciones de verano solo son comparables a ese otro espacio de ficción que es el cine. Pero ni siquiera las salas de cine están incontaminadas por el mundo. Yo, que crecí en los extintos Astoria’s, sé lo que es alejarse de la pureza de la pantalla para darse de bruces con los compromisos de la realidad. Creo que de algo similar habla un poema de Rafael Fombellida incluido en Campo de Marte (2011), cuya lectura me ha acompañado estos días en los que he cerrado por vacaciones:

A ti, que todavía te gustará ir al cine,
te contaré una historia que no vas a creer,
de cuando, peregrinos, fuimos al Montecarlo,
primer arte y ensayo de toda la provincia.
Dieciséis, diecisiete. En un tren de gasóleo
desde nuestra ciudad radial y oscura.
Aún tengo, de algún filme, ojos desorbitados,
Querelle, Cuerno de Cabra, Teorema, Salò, et caetera.
Con esas experiencias iba a volver a casa
a vestir la camisa de franela
que sudaba la historia de nuestros padres pobres.
Qué entusiasmo alocado, qué verbo incandescente,
qué lecturas de Nietzsche o de Marcuse
en el barrio de bloques de la fábrica.
El tren serpenteaba entre cercas y granjas
mientras nos destripábamos Alicia en las ciudades.
Aunque no te lo creas, yo estaba allí también.
Pero la Europa aquella corría muy deprisa
y aún me duelen las córneas de su modernidad.
Lo que más me gustó fue ver mear a Jean Birkin
cuando aquel infrahombre que hacían llamar Krassy
se empeñaba en tratarla como a un efebo anémico.
Te quedarás de piedra cuando te cuento esto,
pues ves que soy un bárbaro, y me gusta.
Pero de vez en cuando se me escapa una frase
que pudo pronunciar Michel Poiccard
y quedo en grande con tus amistades.
Aún estoy deslumbrado, un poco, mas lo estoy.
Por eso no te cuento más películas.
Y esta además, lo sabes, no tuvo buen final.

lunes, 1 de agosto de 2011

Covarrubias xp


Desde nuestra página, celebramos el aniversario de la última entrada (o salida) de Covarrubias como solemos: con circunspección y modestia. He aquí un glosario de términos electorales y de fraseologías de nuevo cuño que hubieran podido enriquecer el botín de su tesoro con los matices de la actualidad.

Legislaturas. Todas hieren. La última mata.
Adelanto. “Reloj, no marques las horas”, ordenó el candidato.
Oposición. “Gobernaremos desde el centro, para la periferia”, propuso el otro candidato.
Papeleta. Material altamente inflamable o menuda situación.