viernes, 28 de enero de 2011

La antena

También escucho voces. Es una manía que me afean amigos y vecinos, pero uno es así. Basta con que salga a la calle, vaya al supermercado o incluso me acomode en la butaca del cine. Las conversaciones ajenas fluyen en mi conciencia, como el eco de un stream of consciousness al revés. Guiado por un ritmo incontrolable, al rato estoy siguiendo, apasionadamente, los pelos y señales del derrame sinovial de la tía Puri, las parafilias más secretas de un concursante de Gran Hermano o el crispado debate familiar sobre los presupuestos de la nación. Antes fingía: esperaba el momento propicio para abalanzarme sobre la presa, y luego, furtivamente, recopilaba los fragmentos del relato dialógico o las teselas del mosaico conversacional. Actualmente ya no hace falta, gracias a la telefonía móvil y a la disolución de las fronteras entre el espacio público y el espacio privado que proclaman algunos sociólogos airados. Los móviles han hecho un gran favor a los escritores de vocación realista, y no digamos los sociólogos airados. El caso es que ahora voy con la parabólica a todo trapo mientras la gente da —a voz en cuello— tres cuartos (y mitad) al pregonero. Ayer un chico de unos quince años que, a juzgar por su atuendo, volvía de un entrenamiento futbolístico, le estaba diciendo a su interlocutora algo del tipo: “Prefiero llamarte luego, porque es que te vas a tirar una hora llorando”. No estoy seguro de si tal declaración de insensibilidad eterna me provocó emoción o ternura. Pero pensé que daba para un microrrelato. Hagan la prueba: enchufen la antena, caminen por las avenidas de una gran ciudad y entréguense al placer del zapping. Si aguzan el pabellón auditivo, ponen en guardia yunque y martillo y tienen cuidado con las interferencias, les sale por lo menos un Chejov o un Carver. Palabra de radioyente.



No hay comentarios:

Publicar un comentario