jueves, 28 de julio de 2016

La ley de Talián



Ángel Talián (Madrid, 1985) golpea dos veces. La coincidencia en la mesa de novedades de El sol sobre la nieve (Balduque, 2016) y La paciencia salvaje (Amargord, 2016) permite descubrir a un autor con una frecuencia vocal bien modulada y una inusual potencia elocutiva. Tras La vida panorámica (2013, accésit del “Adonáis”) y el libro de relatos Estar solo (2015), Talián ofrece aquí un insuperable 2x1.

             El sol sobre la nieve ha aparecido bajo el sello cartagenero Balduque, capitaneado por José Alcaraz y Pilar García. La corta andadura de la editorial se compensa con algo que no se aprende: la intuición lírica, esa capacidad para encontrar la aguja del verso en el pajar poético. En El sol sobre la nieve, Talián nos embarca en un viaje transatlántico con dos paradas: “El sol sobre el sol” y “La nieve sobre la nieve”. La primera sección engloba un recorrido especular por algunas localizaciones icónicas de California y Nevada, entre el paseo por el lado salvaje y el reflejo de un melting pot racial y cultural. En estas páginas coexisten un microrrelato de campus en el que Paul Auster sale de extra, el deslumbramiento natural ante Yosemite Valley y la baraúnda humana que se reúne en los muelles comerciales de San Francisco. Ejemplo de esto último es el desopilante homenaje que Talián dedica al Aullido de Allen Ginsberg; un “Maullido” igualmente coral y desesperado, pero en el que la ebriedad química se sustituye por el placebo del turismo (un vicio más consensuado, aunque acaso no menos tóxico): “he visto a las mentes más maravillosas de mi generación destruidas por el turismo alucinados mirando mapas vueltos del revés”. Los guiños a Gil de Biedma (“yo crucé el puente del Golden Gate y sentí ganas de saltar”), la reformulación telegráfica de las coplas manriqueñas, el remedo de los eslóganes publicitarios (“¿te gusta conducir?”) y un verso robado a Pablo García Casado conforman un collage que no se complace en el exhibicionismo del montaje, sino que se pone al servicio de una plasticidad irónica: “las secuoyas gigantes bordeando la carretera / muy secundaria / que lleva a Yosemite Valley y las 8 horas / que tardamos en hacer 50 km / las advertencias de cuidado con los osos / y los osos que no vimos”. Frente a la fragmentariedad de esta sección, la segunda parte del libro se configura como un singular poema-río que reemplaza la travesía física por la odisea mental. El autor se asoma aquí al paisaje inmóvil de una ciudad nevada donde el clima invernal propicia una reflexión sobre el proceso de escritura: “releo el poema / y el poema dice que ha parado la nieve”.

            De metaliteratura y ansiedad están hechos los textos de La paciencia salvaje, un libro “de sintaxis áspera y violenta”, como afirma Ana Gorría en su prólogo. Si El sol sobre la nieve se abría con unos versos de Adrienne Rich, ahora una referencia a la misma autora cierra un volumen difícil de clasificar, que a veces se acoge a una fluencia verbal acumulativa y que otras veces se comprime hasta la densidad del aforismo: “la tarde es infinita como pi / en el poema de Wislawa Szymborska”. Las omisiones que generan huecos de sentido, las citas en cursiva que funcionan como baldosas en el camino o las reiteradas alusiones a Esperando a Godot hacen de este poemario un peculiar tratado sobre las formas del tedio contemporáneo y un atrevido experimento que tensa el arco de la expresión en busca de la intensidad que subyace tras la cáscara de las palabras: “¿qué haces dando vueltas al / salón pasillo cocina salón pasillo cocina / mi gato negro de esquina suya dormita / mi gato sabe el domingo entero guardar / el tiempo mientras se lame el lenguaje”. Los sobresaltos discursivos y el desasosiego lector pautan la cosmovisión de un escritor inquieto y poco convencional, al que quizá le convendría no poner todas las lecturas en el asador: en otras palabras, pasar del lícito apropiacionismo a la apropiación indebida. Los accionistas en el mercado de valores poéticos deberían apuntar el nombre de Ángel Talián en su lista de futuros imprescindibles. Un servidor se brinda como avalista.


Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 28 de julio de 2016

jueves, 26 de mayo de 2016

La muerte, una vez más: LOS QUE MIRAN, de Remedios Zafra, y CANAL, de Javier Fernández




Contar y cantar la pérdida han sido siempre dos métodos eficaces para superar el duelo. Desde que Beatrice Portinari abandonara la faz de la tierra para instalarse en el paraíso concéntrico de Dante, la literatura se ha encargado de sublimar la ausencia de la amada. A medio camino entre la “verdura de las eras” y las puertas del cielo, Jorge Manrique revivió la muerte de su padre con unas coplas de pie quebrado que serían al mismo tiempo una fuente de metáforas funerarias y una ametralladora de lugares comunes. Y el desgarrador planto de Pleberio en La Celestina quizá represente la mejor síntesis de la ruptura del orden natural que provoca la muerte de un hijo. Amalia Bautista lo ha dicho en unos versos que valen por toda la posmodernidad: “Al cabo, son poquísimas las cosas / que de verdad importan en la vida: / poder querer a alguien, que nos quieran / y no morir después que nuestros hijos”.

            Dos libros recientes se inspiran en la muerte de un hermano: la novela Los que miran (Fórcola), de Remedios Zafra, y el poemario Canal (Hiperión), de Javier Fernández. En ambos ejemplos, la peculiaridad reside en que los autores se distancian del perímetro de la autoficción para aproximarse a estrategias discursivas propias del ensayo (en el caso de Zafra) o de la narrativa (en el caso de Fernández). Esa permeabilidad genérica no solo rompe las expectativas del lector, sino que permite recalificar uno de los grandes loci literarios: la línea movediza que separa la morada de los vivos y la tierra de los muertos.

            Los que miran es la primera novela de Remedios Zafra y la primera entrega de la colección “Ficciones”, de la editorial Fórcola. Sin embargo, la madurez creativa de la autora queda patente en una obra que constituye un conturbador réquiem, un paseo por los espejismos de la memoria, una reescritura de las “palabras de la tribu” e incluso un ensayo de pedagogía doméstica, a partir de la relación de la protagonista con su sobrino. No obstante, todos estos aspectos se subordinan a la pulsión óptica del relato, a una fascinante aventura escópica donde convergen la obsesión por la mirada, la carne pixelada en sucesivas pantallas y la secreción de las lágrimas. De este modo, Zafra elabora un tratado portátil sobre la omnivisión a la que nos condena una realidad hiperconectada. “Nada le interesa más que un objeto que congregue imágenes”, dice la narradora a propósito de su sobrino, aunque la frase podría aplicarse perfectamente al dispositivo novelesco. Así, los capítulos se encadenan mediante fundidos, reiteraciones y retrocesos, como si fueran las secuencias de una película en Súper 8 o las escenas de un documental recurrente. Gracias a la densidad reflexiva de la escritura, con ocasionales incursiones líricas, Zafra logra dotar de valor simbólico a la pérdida real y de dimensión colectiva al dolor individual.     

            Por su parte, Javier Fernández obtuvo el Premio “Ciudad de Córdoba-Ricardo Molina” por Canal. A lo largo de sesenta poemas en prosa y una extensa coda, el escritor apuesta por una técnica hiperrealista y por una textura fotográfica para indagar en el trauma de una ausencia: “Mi hermano Miguel murió el 5 de marzo de 1975, tres semanas antes de su sexto cumpleaños”. La muerte accidental del hermano, en el canal que da título al volumen, es el detonante de un exorcismo coral que funciona a la vez como crónica de la disolución del núcleo familiar y como reafirmación de la identidad subjetiva, más allá de la mera condición de superviviente: “Hace diez años, cuando me sinceré y le conté el incidente a un amigo, este me contestó con asombro: Ah, pero ¿era tu hermano?”. Entre el relato minimalista, el reportaje periodístico y la autobiografía fragmentaria, Javier Fernández demuestra en Canal que la voluntad terapéutica no está reñida con la intensidad artística. Sin concesiones sentimentales, pero con una soterrada ternura, he aquí dos libros que nos enseñan a habitar la herida. Aristóteles lo llamó catarsis.



Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de mayo de 2016

jueves, 28 de abril de 2016

Poesía habitable: EL BOSQUE SIN REGRESO y CARRUSEL





Una de las mejores cosas que le han pasado a la lírica española reciente es la aparición de revistas que vienen a insuflar aire nuevo a un género en peligro de extinción. Algunas de esas iniciativas ecológicas se llaman Anáfora, Años Diez o Estación Poesía. El maquinista de esta última, Antonio Rivero Taravillo, y una de sus más fieles fogoneras, Ioana Gruia, han dado a las prensas sendos libros que demuestran que la poesía se parece más a un lugar habitable que a una reserva protegida.

La sobriedad expresiva y la ironía cómplice son las claves de El bosque sin regreso (La Isla de Siltolá, 2016), un libro que agita en el mismo vaso el whisky irlandés y el hielo de una historia sentimental que ya ha cristalizado en la memoria. El poemario de Rivero Taravillo supone en realidad una declaración de amor en voz alta: a la ciudad de Dublín y a las lecturas de cabecera. La versatilidad retórica y la gravedad disfrazada de ligereza constituyen las marcas de un autor que se mueve como pez en distintas aguas: la elegía gaélica (“Innisfree”), la exploración de las identidades apócrifas (el díptico “La otra” y “El otro”) y el parpadeo del haiku. El escritor conversa con Yeats, Joyce, Cernuda o Cirlot –a los que también se ha aproximado como crítico− y revive los fragmentos de un amor fou que oscila entre la plenitud del recuerdo y el fatalismo estoico. A ratos cerca de la lúdica lucidez de un Víctor Botas y a ratos cerca del registro meditativo de un Zbigniew Herbert, el escritor encuentra en estos versos a su propio don Cogito, ese personaje desdoblado que era a la vez una proyección psíquica y un Pepito Grillo impenitente: “Aquel que firma mis papeles, / el que va a clase a hablar de poesía, / el que pasa la ITV del coche / pero nunca pasaría la del alma”. Rivero Taravillo propone aquí una inteligente actualización de mitos personales y lugares comunes, como revelan el guiño cinéfilo de “El mapa del tiempo” y la revisitación de Orfeo en el metro de Madrid: “Adiós, Eurídice, ya siempre / esa boca de metro te tendrá / igual que las losetas y el rótulo que afirma / (como si hiciera falta recordarlo): / ‘Retiro’”. No se les ocurra perderse (en) este bosque animado.

Por su parte, en Carrusel (Visor, 2016, XIV Premio “Emilio Alarcos”), Ioana Gruia se sumerge en el río heraclitiano de la memoria colectiva y de la identidad privada. Ambientada en la Rumanía natal de la autora, la primera sección del libro plantea un ajuste de cuentas entre la niña de entonces y la mujer de ahora: así, quien habita “en la antigua avenida de mi infancia” viene a sacarle los colores al sujeto adulto del presente. Los signos de una modernidad que “llegaba a ritmo de lambada y Jackson, / de botellas de Coca-Cola y Pepsi” se troquelan sobre el telón de “un país cruel e incomprensible”, sometido a una férrea vigilancia policial. Estas secuencias dejan paso a la herida en carne viva que atraviesa los apartados siguientes. La fractura del fracaso, la piel del pensamiento o la corteza de una megalópolis hostil se encarnan en los correlatos históricos de Walter Benjamin y Sylvia Plath, ejemplos de la intemperie emotiva que Gruia ha abordado en su sugerente ensayo La cicatriz en la literatura europea contemporánea (Renacimiento, 2016). “Estoy hecha de grietas, de fisuras”, dice Sylvia Plath en un monólogo, y en la página siguiente escuchamos un grito coral por la tragedia cotidiana de la inmigración, simbolizada en los cadáveres que desembocan en una playa anónima. En contraste con esta visión desencantada, las últimas secciones buscan antídotos eficaces en algunas canciones, en ciertos paisajes y en los destellos de la vida en común, en la que se funden la salvación por la palabra y el refugio de la maternidad. Frente a los ruinosos emblemas de la usura del tiempo, como el carrusel oxidado que da título al libro, la autora reivindica una poesía acogedora, destilada en el crisol de la experiencia pero elevada a una potencia universal. 



Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 28 de abril de 2016